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El Tribunal Supremo defiende la legitimidad de la actividad del lobby

El año pasado se hizo pública una sentencia del Tribunal Supremo que daba la razón a un lobista que había dejado de percibir sus honorarios ya que el hospital catalán que le había contratado no reconocía su actividad. El lobista en cuestión era un médico que trabajó varios años en el Servicio Catalán de Salud, y el hospital, el Centro de Radioterapia y Oncología de Cataluña (CROC), le contrató para representar sus intereses ante las administraciones públicas. Para rescindir el contrato, el CROC alegó que le había contratado por las influencias que pudiera tener, razón por la cual éste era ilícito.

El Tribunal Supremo ha obligado al CROC a indemnizar al trabajador puesto que “no pudiendo declararse que el contrato que tenga por objeto el desarrollo de “lobbying” sea “per se” ilícito, debiendo valorarse en cada caso la conducta proyectada contractualmente y el ejercicio concreto de las obligaciones pactadas, las que tienen un límite claro en el derecho penal, en el delito de tráfico de influencias”. El Tribunal legitima así el ejercicio del lobby como la representación de intereses legítimos que no están relacionados en ningún caso con prácticas punibles como el tráfico de influencias.

El acto de influir no puede ser equiparado (…) a una alteración del proceso de resolución y sí a la utilización de procedimientos capaces de conseguir que otro realice la voluntad de quien influye”, afirma el TS y cita una sentencia del Tribunal de la Unión Europea que “no proscribe los lobbys sino que sólo reconoce su reprobabilidad cuando no solo influyen sino que controlan y vician el proceso de decisión”.

El lobby debe servir para facilitar la participación de la sociedad y tiene como consecuencia una mejor regulación de todos los sectores como ha sido reconocido por las instituciones europeas y la OCDE. Sin embargo, mientras que hay países como Reino Unido que apuestan decididamente por la autorregulación del sector, con estrictas normas deontológicas ante la imposibilidad de someter bajo una legislación específica una actividad en constante proceso de transformación y adecuación a las necesidades del cliente, otros aún se debaten entre la tolerancia y la regulación.

Por su parte, la UE sigue avanzando en la regulación del sector como muestra el Registro de Lobistas, y aunque es imprescindible la aceptación del código deontológico de la profesión, también sería conveniente que nuestro país regulara el ejercicio del lobby para garantizar un entorno de trabajo fuera de sospecha, en igualdad de condiciones, con garantías profesionales y penalizando prácticas ilícitas. La Ley de Transparencia, actualmente en tramitación parlamentaria, podría haber sido una gran oportunidad para emprender esta regulación pendiente.

Por último, aunque la sentencia no entra a valorarlo, también deja en evidencia la llamada “revolving door”, es decir, el paso de la Administración pública a la empresa privada, una práctica que en el caso de la representación de intereses no garantiza la profesionalidad, ni la consecución de los objetivos del cliente. Un lobista profesional realiza su trabajo basándose en un estudio exhaustivo, una preparación rigurosa y una representación ejemplar. Así es como los stakeholders políticos obtienen información de calidad para poder legislar teniendo en cuenta los intereses de los implicados, conociendo su situación y sus porqués. El lobby profesional no sólo no precisa, sino que rechaza las prácticas deshonestas y los atajos vanos.


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